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viernes, 29 de abril de 2011

La mujer herrada


Se cuenta que en ciudad de México, alrededor del año de 1650, vivía herrero, y no muy lejos de su casa su compadre, un buen hombre quien se encontraba en concubinato con una mala mujer.
El herrero visitaba con mucha frecuencia a su compadre y le aconsejaba renunciar a ese concubinato pero él no quería, pues al parecer estaba muy enamorado de su concubina y no le importaban los malos tratos que le daba, además de infidelidades.


Una noche, el herrero fue despertado por unos golpes muy fuertes en la puerta de su taller, al abrir se encontró con tres hombres negros que le entregaron a una mula y un recado de su compadre, en el que le suplicaba por favor que le herrara la mula, pues en la mañana cabalgaría hasta el Santuario de la Virgen de Guadalupe. El herrero le clavó las cuatro herraduras a la mula y antes de amanecer la entregó a los tres hombres, quienes le pegaron tan cruelmente al animal que el herrero los reprendió.


Por la mañana fue a casa del compadre para saber el porque de su partida tan apresurada al santuario, pero le sorprendió mucho encontrarlo aun dormido en la cama, lo despertó y le contó lo sucedido con la mula y los tres negros aquella noche. El compadre negó haber mandado mula alguna y dijo que el no tendría ninguna salida para el santuario ese dia, ni le había mandado ningún recado con nadie, por lo que ambos supusieron que algún travieso les había jugado una broma y para celebrar la broma quiso despertar a su concubina, pero ella no se movió, insistió y se percató de que había muerto.


Al levantar las cobijas se horrorizaron al ver las cuatro herraduras que se le habían puesto a la mula la noche anterior en las palmas de las manos y plantas de los pies de la mujer, el freno en la boca y los golpes.


Ambos se convencieron de que todo aquello había sido efecto de la Divina Justicia, y que los negros eran ángeles. Hubo otros tres testigos del cadáver, el cura Dr. Francisco Ortega Ortiz, el R. P. Don José Vidal y un religioso canelita, venidos al lugar de los hechos. Los tres respetables testigos acordaron el entierro de esa mujer en la misma casa y guardar en secreto permanente lo sucedido.


Por : Elizabeth Monsivais
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